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No os reprocharemos que no recordéis la prometedora aunque decepcionante Bowfinger, el pícaro. En ella, Steve Martin interpretaba a un decadente productor de cine que trataba de rodar su nueva película con el actor de moda del momento, encarnado por el mayor gimnasta facial del séptimo arte (con perdón de Jim Carrey): el desatado Eddie Murphy. Cuando la estrella se niega a protagonizar el despropósito de Martin, éste no se desanima y resuelve grabarlo en su cotidianeidad, de tal modo que consigue su propósito a partir de distintas (y disparatadas) escenas en las que el propio actor no sabe que está actuando.

Esta original premisa, diluida en parte por culpa a las concesiones de las muecas más previsibles de la parejita de cómicos, y un guión que no perdona los tópicos más adocenados, permitía una ácida sátira contra todo el sistema de Hollywood, amén de ciertos guiños cargados de malicia y encaminados a los directores para los que «todo vale» a la hora de conseguir su ansiada obra maestra.

Si bien algunos sitios web (y nosotros algún día dedicaremos un artículo al respecto) recopilan las mejores escenas improvisadas del cine, desde El juego de Hollywood queremos dar un paso más. ¿Y si los cineastas decidieran, como Bowfinger, traicionar del todo la confianza de los intérpretes y engañarlos por puro capricho o para evitar las socorridas desavenencias artísticas?

En este post os traemos tres filmes clásicos de la Historia del Cine que fueron así rodados. ¡Cuidado si vais por la calle y os están grabando, o podréis protagonizar la próxima película de Ridley Scott!

3. Blade Runner

Avisamos de que la siguiente entrada, a diferencia de las dos posteriores, contiene un hermoso spoiler. Si no habéis visto Blade Runner y queréis manteneros a salvo para gozar viendo naves arder más allá de Orión, sentíos libres de saltar a los otros dos puntos. Os prometemos que no tendréis más sorpresas. ¡Avisados quedais!

Blade Runner supone, junto a Alien, el octavo pasajero y tal vez Gladiator, una de las cotas más altas dentro del cine de su polifacético realizador, Ridley Scott. Adaptación libre de una novela del maestro de la ciencia ficción, Philip K. Dick, la historia se enmarca en la persecución que el detective Rick Deckard (Harrison Ford) hace de cuatro robots replicantes, comandados por Roy Batty (Rutger Hauer) e infiltrados entre la población civil, tras fugarse de sus campos de trabajo con el objetivo de encontrar a su Creador.

Su hipnótico, absorbente, irrepetible e inolvidable final se ve empañado por un absurdo añadido en off de Deckard, tratando de entender el por qué de los últimos actos de Batty (y fracasando miserablemente en el empeño), pero dejando en el aire una de las cuestiones más interesantes y que más tinta han hecho correr en los últimos años.

¿Y si Rick Deckard fuera un replicante? Numerosas pistas diseminadas a lo largo del metraje invitan a pensar que así era, e incluso Scott ha confesado en alguna entrevista que su intención primera era reflejarlo de este modo. Todos parecían estar de acuerdo con ello.

Salvo, tal vez, los protagonistas.

Porque tanto Harrison Ford como Rutger Hauer no compartían la idea de convertir al personaje protagonista en un replicante. Según la autobiografía de Hauer, el actor consideraba que se perdía todo conflicto ‘hombre vs. máquina’ implícito en el clímax de la cinta. Según Ford, cuyas continuas desavenencias con el director le llevan a apenas hablar de la cinta (inundado por los malos recuerdos y la inicialmente desfavorable aceptación crítico-comercial en Estados Unidos), el propio director se habría comprometido verbalmente con él a no introducir este giro de guión.

Scott se lo pensó mejor después, traicionó a los dos actores y rodó el final que, desde el principio, tenía en mente. En entrevistas posteriores, no obstante, Ford suavizó un poco el concepto y se manifestó en contra de la voz en off del final, aunque sigue convencido, pese a la fiebre generada por esta original conclusión, de que fue un error no dejar a Deckard como lo que él creía que era: un ser humano más.

2. ¿Teléfono rojo? ¡Volamos hacia Moscú!

Aun siendo un ser humano normal y corriente, Stanley Kubrick estaba más cerca de la figura del genio desquiciado que cualquier otra persona en aquella época. Conocido por su puntillosa dirección (pese a que nosotros ya le hemos cazado algún que otro gazapo), su control sobre los actores a los que dirigía se desató mucho antes de maltratar a estrellas tan dispares como Malcolm McDowell, Shelley Duvall o Matthew Modine, entre muchos otros.

La locura de Kubrick ya está claramente manifiesta en ¿Teléfono rojo? ¡Volamos hacia Moscú! La sátira política sobre la guerra nuclear en un momento histórico en el que las naciones no estaban para bromas partía de la novela Red alert, escrita por Peter George en 1958 y en la que las risas brillaban por su ausencia.

Porque la película motriz no era, bajo ningún aspecto, una comedia; y Kubrick decidió engañar a sus actores (a varios de ellos) contratados para rodar un drama, de manera que no se retiraran de la producción si caían en la cuenta del género en el que en verdad estaban trabajando.

La principal víctima fue George C. Scott. El villano de El buscavidas pretendía dar a su personaje (un general norteamericano decidido a acabar con las resistencias soviéticas a golpe de bombazo) una interpretación suave y comedida, y sin embargo en la película le vemos sobreactuar y exagerar como si se estuviera dejando la vida en ello. ¿Cómo pudo convencerle Kubrick?

No lo hizo. Es más, la mentira de Kubrick fue tan flagrante que aún hoy a nosotros nos cuesta creer que los intérpretes se la tragaran. El director encomió a los actores a que se relajaran antes de rodar las escenas de gran tensión dramática exagerando sus reacciones, quitándoles hierro y, en definitiva, ensayando las locuras antes de actuar en serio. Todo esto, según la biografía del posteriormente célebre James Earl Jones (sí, el hombre negro enorme que le puso voz tanto a Darth Vader como a Mufasa), también presente en el reparto de la película. Jones narraba además cómo George C. Scott consideraba una estupidez este método de rodaje, aunque, como se puede comprobar, terminó cediendo a las presiones del director.

Sin embargo, cuando Scott vio cómo le habían embaucadojuró que nunca volvería a trabajar con Kubrick. Fue el único que se tomó tan a pecho el engaño cuando conoció la verdad… que es más de lo que se puede decir de Slim Pickens. El mítico actor que pasaría a la inmortalidad por su imagen montando el artefacto nuclear como si fuera un cowboy nunca supo, según el crítico e historiador Roger Ebert, que lo que estaba rodando era una comedia.

Como hemos dicho antes, resulta tan inverosímil que parece imposible de creer. ¿Acaso es posible un engaño aún más elaborado, y que la víctima tarde auténticas décadas en darse cuenta?

1. Ben-Hur

Sí. Es posible.

Cuando William Wyler emprendió su segunda (y más conocida) versión de Ben Hur, la novela de Wallace Lewis, se rodeó de un nutrido grupo de guionistas para conseguir una adaptación tan colosal como sólida.

Entre ellos, se contaba el refinado Gore Vidal, que ganó repercusión posteriormente gracias a sus distintas colaboraciones en el campo del cine, el ensayo o la Literatura. Fue precisamente Vidal quien quiso aportar una novedad a la historia sobre las aventuras en Jerusalén de Judá Ben-Hur. Y, más concretamente, sobre la relación con su amigo de la infancia y posterior enemigo mortal Messala.

Vidal no veía lo suficientemente creíble que Ben Hur y Messala pasaran unos minutos al principio de la historia discutiendo sobre política y tras ello se odiaran durante el resto de la trama. Necesitaba un motivo más sólido para que la prolongada amistad se viera traicionada con tanta virulencia. Y lo encontró.

El guionista quería añadir un matiz homosexual a la relación entre Ben Hur y Mesala, que implicara que ambos habían sido amantes con anterioridad a los sucesos mostrados en la película; y que Messala quería retomar el idilio, mientras que Ben Hur no estaba por la labor. Gore Vidal le contó sus impresiones a Wyler, que, después de mucho pensarlo, aceptó con la condición de que Charlton Heston (que, como sabrá cualquiera que haya visto la película, interpretaba a Ben Hur) no notara, bajo ningún concepto (recordamos que Heston era uno de los actores más conservadores de Hollywood, como demuestra su militancia en la célebre Asociación Nacional del Rifle) el apaño. Si Heston hubiera sabido el trasfondo amoroso latente en la escena inicial de la película, probablemente se hubiera negado a convertirse en Ben Hur.

El siguiente para convencer en la lista era Stephen Boyd, la estrella que interpretaba a Messala, y que también entró en el juego. El truco radicaba en que Boyd haría su papel totalmente consciente de los sentimientos amorosos de Messala hacia Ben Hur, mientras que Heston solamente hablaba con lo que él consideraba su «amigo de la infancia», del mismo modo en el que Ben Hur trataría a Messala si su decisión fuera olvidar el noviazgo que ambos hubieran mantenido en el pasado. Vidal reveló todo el pastel en el documental The Celulloid Closet en 1995.

No fue sino hasta entonces cuando Heston se enteró de todo. Montó en cólera y acusó a Vidal de mentir y de resentido; ya que, según el actor, Vidal tuvo muy poquita cancha a la hora de hacer los cambios que tenía intención de plasmar en el guión de Ben Hur. Lejos de achantarse, Vidal contraatacó citando determinados pasajes de un libro, que reconocían sus contribuciones a la película de Wyler y al guión particular.

Ese libro era, precisamente… la autobiografía de Charlton Heston.